El viajar presenta una
oportunidad única de enriquecimiento personal. Desde el vamos
atenta contra la comodidad y el costumbrismo al presentar la
problematización de nuestras necesidades más básicas y primitivas,
como la alimentación y el refugio. Pero incluso una vez resuelta
estas necesidades, la incomodidad frente al lugar desconocido no
desaparece, inquietud nacida de la necesidad de colonizar estas áreas
desconocidas en el simple acto de vivenciarlas, o del querer huirles.
La balanza siempre varía según el carácter del viajero, sus
estadíos emocionales, crisis que pudiera estar atravesando, etc.,
pero algo es seguro, lo desconocido resulta al mismo tiempo atractivo
y aterrorizante.
Esto permite que en un
primer acercamiento el viajero entre en cierto estado de alerta, que
en los peores casos, cuando ganan los miedos, pudiera mutar en
paranoidismo y el cerrarse en uno, viendo en todo lo nuevo un enemigo
omnipresente; pero de ser bien aprovechado, este estado puede
permitir una apertura frente a la novedad y una hipersensibilidad al
momento de conocerla. El ser extranjero en un lugar, permite al
aventurero tener noción de las formas en que la gente de este lugar
se desenvuelve. Formas de hacer, de hablar, de expresarse, con que se
sienten representados, con que no, lo que disfrutan, lo que odian. Lo
que este montón de personas es, o por una conciencia colectiva, cree
ser. Ya habrá quienes respondan a estas formas avalándolas o, por el
contrario, quienes difieran o las cuestionen, siendo así la clase
rebelde, en general, los menos, pero en todo caso, igual de
atravesados por estos hábitos.
A su vez, el viajero mismo
podrá empatizar o no para con este grupo humano. Su condición de
alienígena le permitirá ver también lo que a la gente del lugar no
le es dado ver, su esencia; pudiendo despertar su simpatía o apatía,
ya que al reconocer el motor de vida de estos otros, y los mecanismos
de dicho motor, el viajero habrá de sentir cierta majestuosidad ante
tal maquinaria, o ver en ella un montón de engranajes patéticos
operando un gran absurdo.
Si bien lo que hasta ahora
he hecho fue polarizar reacciones del viajero frente al nuevo lugar,
o los comportamientos de los residentes del mismo, vale aclarar que
no siempre es un extremo u otro. Como dije al principio, a veces es
un equilibrio u otras veces estas reacciones y estadios podrán
variar en un mismo lugar dependiendo de donde ponga el ojo, el buen
explorador. Otra aclaración que quiero hacer es en cuanto a la
escala del viaje. Como en ningún momento me pongo a hablar de cuanto
hay que alejarse del “lugar común” para dar con nuevas tierras y
comportamientos sociales dignos de atención, es simplemente porque
lo mismo da que alguien se vaya a otro continente, otro país,
provincia, localidad o barrio, la otredad muchas veces la podemos
encontrar en nuestro vecino. Aunque si considero que muchas veces un
mayor alejamiento ayudará más a ojos menos atentos y potenciara la
lejanía cultural.
Ahora bien, una vez ya
pasada la experiencia del viaje resta ver que se hace con lo
adquirido en este, ya que el viajero podría conservar una mirada
fría, distante y objetiva de lo vivenciado y los personajes
conocidos, volviendo a casa a contar a los cercanos como son los de
allá, como hacen, como dicen; o bien el viajero más atento sabrá
reconocer que el viaje nunca termina. Volverá a lo que le era
conocido y sabido, lo suyo, los suyos, y sabrá reconocer que ya no
importando sus futuros caminos, el siempre será un entenado, un
despatriado, sabrá reconocer lo extraño en lo cercano. Y será con
esta mirada ya extrañada que podrá ver lo espectacular y lo
patético en lo suyo, en lo que siempre creyó conocer. Le caerá la
ficha que durante su viaje no lidió con lejanas otredades, sino que
siempre se trató de fieles espejos donde el no supo reconocerse.
Sabrá que cada persona representa una posible versión de si mismo.
Reconocerá su infinita soledad, y así mismo la de todos, sorbiendo
con labios descascarados el triste consuelo de que esto es lo que nos
une a todos.